Este reportaje forma parte de la alianza periodística Centinela Covid-19, una colaboración transfronteriza para reportear sobre la respuesta a la pandemia en la región que cuenta con el apoyo del Pulitzer Center on Crisis Reporting y de Oxfam.
Por María Fernanda Cruz, Noelia Esquivel y César Arroyo (La Voz de Guanacaste), con el apoyo del Pulitzer Center y de Oxfam
Una inmensa serpiente de furgones se extiende desde la frontera de Peñas Blancas hasta el pueblo de Sonzapote de La Cruz, a unos 13 kilómetros del puesto migratorio con Nicaragua. Ocupa todo el carril de descenso y entonces cualquier vehículo debe transitar contravía, luces de párking, pito de vez en cuando, para poder continuar hacia el puesto fronterizo oficial, que Nicaragua mantiene cerrado.
Son las 7:37 a. m. del jueves 21 de marzo. Blanca Rostrán, de 29 años, sale de su casa ubicada en la comunidad de Los Vertientes de Sonzapote. Lleva una torre de sánguches encima, un delantal y una sonrisa dulce, de frenillos. «Es que casi todos ellos son conocidos». Un motivo que ella y su familia consideran suficiente para recolectar dinero y regalarles comida, agua, fresco y café. Solo hoy hicieron 330 emparedados de jamón y mantequilla.
Luis Recino y Ángel Ruano agarran su sánguche como con pena y agradecen tres veces. Son guatemaltecos y llegaron anoche a la fila que algún día los llevará de regreso a su país. Dicen que cuando entraron desde el norte, esperaron ocho días a que Costa Rica les hiciera la prueba del COVID-19. Lograron pasar justo antes de que Nicaragua cerrara el paso por completo, una protesta contra la orden del Ministerio de Salud tico de impedir el ingreso de los transportistas más allá de la frontera.
Peñas Blancas ya de por sí era un puesto fronterizo muy problemático, asegura el alcalde de La Cruz, Alonso Alan. Como creció en Las Vueltas, en ese mismo tramo entre el centro de La Cruz y Peñas Blancas, dice que la comunidad siempre ha estado acostumbrada a que “es una zona básicamente con pocos servicios para permanecer todo un día”. Según él, a eso se suman las filas constantes, los atrasos en aduana y la poca comunicación y coordinación de acciones entre Costa Rica y Nicaragua. “De repente la frontera de lado nica decide cerrar y que nos quedamos con todo”, nos dirá más tarde en su oficina.
Hay otros cientos de transportistas varados en la frontera. Algunos llevan mercadería desde Costa Rica, otros la trajeron y regresan vacíos, y muchos están aquí solo de paso. Acudimos a ellos en busca de respuestas: nos preguntamos cómo es estar lejos de tu país, varado durante días sin agua potable, sin comida, sin servicios sanitarios y en medio de una pandemia mundial en la que te exigen estar más solo que nunca.
Del otro lado de la frontera, en Rivas, El Confidencial de Nicaragua, con el cual nos unimos para contar esta historia, cuenta que hay 25 kilómetros de fila.
Lo primero que notamos es el contraste entre la información que les llega a los transportistas y la que obtenemos el resto de la población a través de las conferencias de prensa. El malo de la película, desde su punto de vista, es el gobierno.
La perspectiva de Luis y Ángel se repite una y otra vez entre los transportistas. «El problema en sí son las leyes de tu querido país, que no nos quiere dejar trabajar», nos dirá el guatemalteco Abilio González más adelante.
“En todos los países de Centroamérica, no echando en cuenta Costa Rica, solo te ponen el termómetro de distancia. Te llenan una hoja y eso es todo», nos explica Julio César Martínez, también guatemalteco, unos 500 metros al norte de la casa de Blanca.
La explicación, sin embargo, es mucho más compleja que eso: empieza justamente con la historia de un transportista, quien hace unas cinco semanas ingresó al país por Peñas Blancas, descargó productos en una bodega en Liberia y desencadenó el pico de contagios que tiene Guanacaste en este momento.
Hasta el martes 19 de mayo, ese transportista era el causante (directa e indirectamente) de al menos 18 casos positivos, de acuerdo con el reporte del ministro de Salud, Daniel Salas. Es una cadena de contagios que se extiende por La Cruz, Liberia, Cañas, Bagaces y Abangares.
Ese día, 38 contagios de todo el país provenían de transportistas infectados que ingresaron cuando el tránsito estaba menos regulado.
Las medidas evolucionaron poco a poco o a partir de ese primer caso. Primero, el país empezó a rechazar el ingreso de traileros extranjeros con síntomas, y a testear a todos los demás en los puestos fronterizos. Pero en los primeros días, cuando solo les tomaban las muestras y los dejaban entrar al país, siete resultaron positivos.
Para evitar posibles contagios, el 8 de mayo Salud estableció que los transportistas debían esperar el resultado en la frontera, antes de ingresar al país, y eso generó la primera ralentización del comercio. Algunos pasaban hasta cinco días en la frontera mientras se sometían a la prueba y esperaban el resultado.
Por último, el ministro de Seguridad, Michael Soto, anunció el protocolo que generó el enojo del gobierno de Nicaragua: los transportistas extranjeros solo ingresarían a desenganchar su camión en la zona fronteriza para que otro transportista costarricense se lo llevara.
“Las autoridades de Costa Rica empezaron a imponer de manera unilateral, no hubo llamado a hablar del tema, y dio como resultado el cierre de frontera”, insistió Ortega en una conferencia el lunes 18 de mayo.
Más allá del pleito que percibimos entre transportistas y gobierno, el problema nos afecta a todos: según la ministra de Comercio Exterior, Dyalá Jiménez, 20% de las exportaciones nacionales se hacen a Centroamérica. De hecho, esta región es el segundo socio comercial más importante para Costa Rica, después de América del Norte. El desabastecimiento es un peligro para toda la zona.
Seis kilómetros, seis días. «Estamos pasando insalubridad»
Los sánguches de la familia Roldán alcanzan hasta la escuela de Las Vueltas, a unos seis kilómetros de la frontera.
Justo acá, el nicaragüense Eddie Lacayo, de 27 años, extiende una hamaca debajo del tráiler y se recuesta a ver el celular. Son las 10:34 a. m. Tiene cuatro o cinco años de trabajar en «ruta», pero con el dueño de este camión solo lleva dos meses. Dice que el patrón es quien les manda comida, pero que si no, se la “juegan” con una olla arrocera y cosas que compran en el súper.
El problema de ir al súper, cuentan sus colegas, es que en cualquier momento abren la frontera y ellos se quedan botados. Como siempre andan solos, no pueden descuidar el camión: no solo están atascados en la frontera, sino obligados a permanecer a unos cuantos metros a la redonda. Eddie compra baldes de agua a mil colones y se baña en el tráiler.
Algunos vecinos del trayecto les prestan o les alquilan los sanitarios y las duchas de sus casas. El gobierno local de La Cruz también ha pasado repartiendo agua potable y algunos platos de comida. “Ya nosotros nos estamos programando para ir de nuevo el fin de semana”, dice el alcalde de La Cruz. “Pero muy bien nos decía la señora vicepresidenta: es insostenible para nosotros”.
Conforme avanza la fila, aumenta la temperatura y los transportistas se van deshaciendo de lo que más calor les da. Algunos se enrollan la camiseta y la sostienen con el abdomen. Otros mejor se la quitan, o quizás nunca se la pusieron. Muy pocos llevan mascarilla o equipos de protección.
Desde la ventana en alto de un camión naranja se asoma Juan Carlos Escobar, de cuerpo moreno y abultado, ojos hinchados. Lleva unos seis días acá. Tiene la ilusión de que hoy les va a llegar comida, aunque no tiene muy claro cómo.
Los conductores que entrevistamos en la frontera son en su mayoría choferes para una empresa o para un dueño de varias unidades de transporte. Son apenas el último eslabón de la cadena de decisiones sanitarias, científicas, políticas y logísticas.
«No sé si estos países [Nicaragua y Costa Rica] tienen rivalidad o qué, pero si uno no quiere dejar entrar al de aquí, está bien, pero que dejen salir a la gente de Guatemala, Honduras y El Salvador que no tenemos nada que ver, que vamos de paso. Ya esto se salió de control, ya no hay ganancias, ya no sirve, estamos pasando insalubridad», se queja Juan Carlos.
Los furgones suelen ser los reyes de la carretera. Los que pasan soplados por la ruta 27, aquellos a los que cualquier conductor medianamente sensato les tendría un poco de respeto. Quizás por eso se siente tan desconcertante escuchar a sus choferes decir que en este momento ellos no valen nada, que están esperando a que llegue alguien que les dé comida, o que están tratando de no ir mucho al baño para no gastar los 500 colones que les cobran cuando tienen la suerte de tener uno cerca.
«Nosotros tenemos que ir siguiendo la fila, y si se va moviendo ahí vamos, esa es la instrucción». Funcionan así, por instrucción de alguien más, de un superior que en la mayoría de los casos está en su casa, con su familia.
El director de la Cámara Nacional de Transporte de Carga (Canatrac), Francisco Quirós, dice al teléfono que él sabe que los dirigentes están en sus casas, protegiéndose del COVID-19, mientras que los transportistas están ahí bajo el sol y el agua. «Es muy fácil para los dirigentes pedirles que se queden ahí. Por eso corrimos con una propuesta al gobierno», explica.
La nueva propuesta consiste en que los transportistas extranjeros dejen la carga en un almacén fiscal, vigilados en todo momento a través de un GPS, y allí la recojan los transportistas costarricenses. En esos mismos puntos, los ticos dejan la mercadería para que los transportistas la recojan y la lleven al país de destino. Al cierre de esta edición, Panamá había comenzado a operar bajo esta propuesta, pero Nicaragua aún no la había aceptado. Mientras tanto, Luis nos preguntaba por WhatsApp: «Seño, ¿y usted no tiene alguna idea si se soluciona algo?».
El 10% después de gastos
La serpiente de furgones se convierte en un monstruo de dos cabezas, a unos cinco kilómetros antes de llegar a la frontera. La fila se divide y los camiones se acomodan uno al lado del otro. Entonces, cuando decimos que hay 13 kilómetros de furgones, en realidad son más o menos 17 km acumulados. La espera aumenta.
Los guatemaltecos Abilio González, Luis Mijangos y Aroldo Gutiérrez son de los primeros en la fila. Llevan acá diez días y ya se mecen en sus hamacas como en automático. Al filo de las 11 a. m. la temperatura ya está por encima de los 30° centígrados.
«¿Cuánto calculan que están perdiendo?», les preguntamos.
«Ay seño. ¡Yo creo que aquí vamos a perder hasta la esposa! Cuando lleguemos ya ni el perro nos va a querer en la casa», dice Abilio.
Luis arrastra un balde para que uno de nosotros se siente. «Disculpe que no le traiga un banco, pero es que no tenemos».
Entre los tres nos explican cómo funciona el negocio del transporte para un chofer o empleado de una empresa: quien no es propietario de un camión, se gana aproximadamente un 10% del total que paga el cliente por viaje. Al patrón le dan entre un 65% y un 70%, y el resto se va en diésel y viáticos.
En parte por eso están totalmente en contra de dejar su mercadería en la frontera y devolverse a su país de origen. «El que se va a dejar la ganancia es el transportista que se lleva las cosas desde aquí», se quejan con amargura. También están en contra porque usualmente traen bienes hasta acá, pero se devuelven cargados, y así logran sacarle una extra a sus ganancias.
Quirós, de Canatrac, asegura que no deberían tener pérdidas sino más bien ganancias, porque van a tener que recorrer menos distancias. Aún así, acepta que la comunicación con los transportistas es deficiente: lo que saben los dirigentes no es ni por asomo lo que creen los choferes que están en la zona.
“¿Y a ustedes no les da miedo enfermarse?”, les preguntamos a los muchachos. Abilio dice de una vez que no. «De algo he de morir». Luis y Aroldo dicen que están aterrados de volver a su casa enfermos y enfermar también a su familia.
En términos de dinero, en este viaje no les va a quedar nada. Pero de todas formas, cuando les preguntamos si tienen cocina, nos miran con compasión y nos ofrecen del almuerzo que hicieron ahora en la mañana, en una plantilla que ponen sobre la caja de herramientas del tráiler del cabezal. «Si alguien quiere pues le damos, porque aquí todos estamos para ayudarnos».
¿Qué es la alianza Centinela-Covid19?
Centinela Covid-19 es un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre la respuesta al Covid-19 en América Latina, del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Chequeado (Argentina), El Deber (Bolivia), Agência Pública (Brasil), El Espectador y La Liga contra el Silencio (Colombia), La Voz de Guanacaste (Costa Rica), Ciper (Chile), GK (Ecuador), El Faro (El Salvador), No Ficción (Guatemala), Quinto Elemento Lab (México), El Surtidor (Paraguay), IDL-Reporteros (Perú) y Univision Noticias (Estados Unidos), con el apoyo de Oxfam y el Pulitzer Center on Crisis Reporting.
¿Dónde puedo saber más?
Puedes leer más sobre la alianza -que nos permite colaborar en investigaciones, intercambio de habilidades y colaborar en la producción gráfica- en el blog del Knight Center for Journalism in the Americas de la Universidad de Texas.