Angelina, congoleña de 38 años, vio la muerte al cruzar el Río Bravo.
“No creí que fuese a seguir viviendo. Tragué agua, me entró en la boca, en la nariz, tuvieron que salvarme los policías”, dice desde Montreal, Canadá, donde actualmente tramita su petición de asilo junto a sus dos hijos, de 14 y 16 años. Ninguno de ellos quiere que su nombre aparezca en el reportaje.
Angelina es una sobreviviente.
Escapó de la muerte en la República Democrática del Congo, cuando hombres armados asesinaron a su marido y a su hija. Escapó de la muerte en la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, cuando su otro hijo, un pequeño de 7 años, se ahogó tras resbalar en el barro. Escapó de la muerte en Ciudad Acuña, Coahuila, México, cuando cayó al agua del Río Bravo al intentar alcanzar los Estados Unidos junto a un grupo de 20 migrantes procedentes de Congo, Angola y Camerún.
Todo esto ocurrió entre enero y noviembre de 2019.
“Vi la muerte”, repite la mujer, de ojos saltones, expresión triste y apariencia frágil. Ahora permanece encerrada en su vivienda de Montreal, obligada por la pandemia de Covid-19. Pero está a salvo. Por primera vez en más de un año, tiene cuatro paredes a las que puede llamar “casa”. Para llegar hasta aquí ha perdido a su marido y a dos de sus hijos. Es como si le hubiesen arrancado medio cuerpo. Pero lo ha conseguido.
De Angola a Ecuador. De Ecuador a Colombia. De Colombia a Panamá. De Panamá a Costa Rica. De Costa Rica a Nicaragua. De Nicaragua a Honduras. De Honduras a Guatemala. De Guatemala a México.
Más de 20 mil kilómetros y nueve países.
Angelina saltó su último obstáculo el miércoles 13 de noviembre de 2019 en Ciudad Acuña, Coahuila, un municipio polvoriento en la frontera entre México y Estados Unidos. Después de cinco meses atrapados en Tapachula, Chiapas, en el sur de México, la familia obtuvo una tarjeta de residente permanente y cruzó el país rápidamente hacia el otro extremo, más de 2 mil kilómetros en un destartalado autobús. Durmieron un par de noches en un cuartucho que le pagaba una compañera de éxodo. Cuando esta decidió saltar, Angelina le siguió. Fue el mejor empujón. No tenía nada que perder ni nada con qué mantenerse, y quedarse en México nunca fue una opción.
La congoleña, junto a sus dos hijos, se lanzó al Río Bravo de madrugada, a través del parque, protegida por la oscuridad y los árboles que forman una barrera natural en la orilla. En aquel momento no había presencia de la Guardia Nacional, así que nadie se interpuso en su camino. Hay apenas un centenar de metros entre México y Estados Unidos. El muro es el agua. Si la corriente no viene fuerte, hay lugares por los que se puede atravesar relativamente fácil. Eso creyó Angelina. Se encontraba a la mitad de trayecto, cubierta hasta las rodillas, cuando perdió el control. La corriente se llevó su mochila y su celular y casi termina por llevársela a ella también.
Este es el relato de un año terrible en el que pasó de una vida acomodada en la República Democrática del Congo a una de viuda que pide refugio a más de 10 mil kilómetros de su casa si se establece la distancia en línea recta. Como ella, cientos de migrantes procedentes de la RDC, Camerún, Angola o Etiopía atraviesan México como paso previo antes de alcanzar Estados Unidos.
En 2019, el país se les volvió su cárcel. Un cambio en la forma de hacer cumplir la ley migratoria los retuvo durante meses en Tapachula, Chiapas, un municipio pobre del estado más pobre del país y centro neurálgico de la contención migratoria. Pero ahora todo eso quedó atrás. Angelina es libre.
El niño al que se tragó la selva
La vida de Angelina se vino abajo el 19 de enero de 2019.
Aquel día, hombres armados irrumpieron en su domicilio. Buscaban a su marido, médico pediatra que había ejercido de coordinador de la campaña presidencial de Félix Tshisekedi, declarado vencedor de los comicios que tuvieron lugar el 30 de diciembre de 2018.
La República Democrática del Congo celebró elecciones el 10 de enero. Cinco días después se anunció la victoria de Tshisekedi. Su rival, Martin Fayulu, denunció fraude. Así que comenzaron los disturbios y las matanzas en un país que lleva décadas sin conocer la paz. Primero, la colonia. Después, largos años de dictadura. Por último, las guerras, cuyas consecuencias se extienden hasta hoy en día.
En un contexto de conflicto, colaborar en una campaña electoral puede ser motivo para ganarse una sentencia de muerte.
“Eran las 14.30 cuando hombres armados dispararon contra la casa. Abrieron la puerta. Yo estaba en el cuarto con los niños. Entraron, empujaron a mi marido y lo llevaron al salón. Teníamos una hija de 18 años. Le quitaron la ropa y comenzaron a violarla en presencia de su padre. Cuando mi marido se levantó para intervenir, le dispararon. Cayó muerto. Yo me desmayé y me desperté en el hospital”, cuenta Angelina.
Aquella primera conversación tuvo lugar el 25 de agosto en Tapachula, Chiapas, en el exterior de la estación migratoria Siglo XXI, el mayor centro de detención de extranjeros de América Latina, muy cerca de la frontera sur con Guatemala.
Me costó tres días que aceptara contarme su trayecto.
El primero me vio escuchar las historias de otros.
El segundo me escuchó preguntar sobre las historias de otros.
Al tercero me dijo: “tengo algo que contarte”.
En ese momento, a nuestro alrededor comenzaba a levantarse un campamento de refugiados que se mantendría hasta finales de noviembre. Poco a poco, la explanada frente a la estación migratoria Siglo XXI fue ocupada por tiendas de campaña que costaban 299 pesos (unos 12 dólares) en un almacén de deportes cercano. En su paso por el Darién, entre Panamá y Colombia, los integrantes del campamento también durmieron en carpas como estas. Ahora no eran las culebras venenosas, las adversidades climáticas ni los bandidos los que amenazaban al grupo. Ahora su peor enemigo era el puro tedio y la incertidumbre. Habían llegado a Tapachula y no podían moverse de ahí.
“No tuve elección”, me explicó Angelina sobre su huida de Congo.
Sentada junto a su tienda de campaña, dispone de tiempo para relatar su historia. Ahí dentro duerme con sus dos hijos. Estamos en época de lluvia, así que dentro de un rato va a empezar a diluviar.
Cuenta la mujer que después de dos semanas en el hospital, traumatizada por el asesinato de su marido y su hija, huyó hacia la capital, Kinshasa. El amigo de su esposo, el tipo que le había convencido para que se involucrara en la campaña electoral, los guardó en su casa. Quizás se sentía responsable. Al fin y al cabo, si no le hubiese pedido que coordinase la campaña, quizás estaría vivo. Allí en Kinshasa se quedaron durante los meses de febrero, marzo, abril y mayo. Hasta que el hombre les hizo una oferta.
“Nos propuso que viajásemos con los pasaportes de su esposa y sus hijos a Quito, Ecuador. Ahí no piden visa para las personas procedentes de Congo”, dijo. (Ecuador fue libre de visa para los ciudadanos de la República Democrática del Congo hasta el 12 de agosto de 2019. A partir de entonces, el gobierno de Lenín Moreno impuso restricciones a los viajeros procedentes de este y otros once países).
El 5 de junio, Angelina hizo las maletas y partió rumbo a Quito junto a sus tres hijos. El más pequeño, de siete años, se encontraba todavía en provincia, con su abuela. Lo habían dejado a su cuidado cuando asesinaron a su padre y a su hermana. Ahora la familia volvía a reunirse para viajar más lejos de lo que nunca se habían imaginado.
Viajaron con Ethiopian Airlines en un vuelo de Kinshasa a Brasil y de ahí conectaron a Quito, Ecuador.
La idea original era pedir asilo en el país andino. Pero, una vez allí, decidieron continuar la ruta. Aunque las condiciones de vida eran mejores que en la RDC, tampoco podían esperarse grandes lujos. Ecuador ha sido históricamente un país expulsor de migrantes. Y Estados Unidos estaba ahí, todo recto, hacia el norte. ¿Por qué no seguir? ¿Qué iba a ofrecerles Ecuador? Además, ya que estaban en marcha, mejor continuar. “Nos juntamos con otros africanos. Estuvimos tres días en Quito, pero nos dijeron que había que seguir el camino”, dice Angelina.
Llegar a Colombia y atravesarla fue tranquilo. Taxis, autobuses, era como una enorme excursión en tierra desconocida.
Pero llegaron al Darién, en el extremo norte de Colombia, junto a Panamá.
El Darién.
El jodido Darién.
La selva que devora seres humanos y los digiere durante años.
La travesía que Angelina jamás hubiese realizado si supiese lo que sabe ahora. Pero no lo sabía. Nadie lo sabe. Hay algo extraño en esa selva. Todo aquel que la ha atravesado suplica a quien viene detrás que no lo haga, que no se exponga. Y todo aquel que está a las puertas ignora ese aviso. Es como si el ser humano necesitase recibir en persona el zarpazo del Darién para creer las historias de terror con la que otros le advirtieron que no cruzase.
“Si lo llego a saber, nunca habría hecho ese camino”, dice Angelina.
Pero no sabía.
“Lo llamamos el camino de la vida y de la muerte”, explica. Su rostro ha cambiado. Relantando sus penurias en aquella selva entre Colombia y Panamá vuelve a sentirse nuevamente allí. Hace mucho calor en Tapachula, un calor húmedo, de los que te hace que te falte el aire y te caigan gotas de sudor como recién salido de la ducha. Angelina habla sin mirarme, poniendo toda su concentración en cada detalle del relato.
En el bosque hay todo tipo de amenazas y los relatos de cada una de las personas que lo atravesaron son estremecedores.
“Hay grupos que solo se les ve los ojos y la boca. A las mujeres les quitan toda la ropa, te miran todo y te roban. Después pueden violarte. Conocí a una madre a la que violaron a su hija de 15 años”, dice.
Son extranjeros en terreno desconocido. Gente muy vulnerable. Y eso lo aprovechan las redes que operan en la zona. Según cuenta, los grupos pasan de una mano a otra, de un traficante a otro, de un guía al siguiente, y cada uno se lleva su comisión. “Uno te pide 20 dólares por llevar tu mochila. Otro 80 por ayudarte a cruzar con el niño. El guía avanza durante 30 minutos, se para y te dice que no sigue más. Le has pagado 30 dólares y tienes que buscar otro”, relata.
“Vi muchos cadáveres en la selva. Cuando avanzamos, encontré un camerunés muerto, con malaria. Después, otro hindú, también muerto. Vimos muchos cadáveres”, dice la mujer.
Angelina comienza a ponerse nerviosa. Habla más deprisa, más trastabillada, con angustia.
“Había muchos cadáveres en el bosque. Si entras, sales gracias al señor. Si caes, te dejan ahí. Puedes entrar ahí cien personas, pero no sabes cuántos van a salir. Puedes entrar cien y salir 80. Los otros se quedan ahí. Como yo, que entré con tres y salí con dos niños”:
Entró con tres.
Salió con dos.
Entró con tres.
Salió con dos.
Angelina, la mujer que escapaba porque asesinaron a su marido y a su hija, perdió a otro hijo dentro del Darién. Un niño de siete años, el pequeño que vivió con su abuela mientras el resto de la familia se escondía en Kinshasa, entró en la selva desde Colombia, pero jamás llegó a pisar Panamá.
“Llevábamos tres días de caminata y estábamos en la montaña. Tuve el peligro de caer, así que dejé la mochila. Ahí tenía medicamentos, galletas… Me quedé solo con los niños. Fuimos a un lugar sobre la montaña. El niño caminaba delante de mí, los otros detrás. El niño se resbaló. No había nadie para salvarlo”, relata.
“Nos quedamos dos días ahí, pero nunca volvió a salir”.
Angelina llora y no se escucha nada más que sus sollozos en el campamento de refugiados que se ha levantado en el exterior de Siglo XXI. Por unos momentos, vuelve a ser esa mujer asustada y sola en mitad de la selva, que espera durante dos días que el agua escupa a su hijo vivo.
Los que han perdido a alguien durante el trayecto son los mártires de este éxodo. Tienen un halo de dolor y respeto. En el interior del campamento todo el mundo lo sabe. Los de aquella tienda enterraron a su madre. Los de aquella otra perdieron a todos los niños. El hombre ese de ahí tuvo que despedirse de su esposa. Angelina, la congoleña, vio cómo su hijo de siete años resbalaba en el barro, subiendo una montaña, y caía al agua. Vio cómo chapoteaba hasta que desapareció.
“No podía quedarme ahí. No con los otros dos hijos. Así que seguimos nuestro camino. Y llegamos hasta aquí”, dice la mujer, atrapada en Tapachula.
Es 25 de agosto y esta familia todavía tiene mucho camino por delante.
Tapachula
La migración africana lleva atravesando México desde hace muchos años, aunque pareciera invisible ante la dimensión del éxodo centroamericano. En la última década, sin embargo, la presencia de cameruneses, angoleños o etíopes se ha multiplicado.
Según datos de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), el incremento fue del 550% entre 2014 y 2019.
En 2011, un total de 287 personas de ciudadanías africanas fueron presentadas ante las autoridades migratorias por encontrarse en situación irregular, según datos de la Unidad de Política Migratoria, una institución que depende de la secretaría de Gobernación.
En 2019, la cifra se había disparado hasta los 7 mil 552.
El cierre de fronteras en Europa, el incremento de la xenofobia o la implementación de políticas inhumanas como impedir que los activistas salgan al Mediterráneo a salvar a familias desesperadas que se quedan a la deriva hizo que algunos angoleños, congoleses o cameruneses decidieran probar suerte al otro lado del mundo.
En cualquier caso, estas poblaciones son minoritarias si las comparamos con la migración procedente de otras regiones, como Centroamérica o, más recientemente, el Caribe.
México siempre será el país de La Bestia, el tren que lo atraviesa de sur a norte y que se ha llevado la vida y las extremidades de cientos de centroamericanos; una gran fosa común que se tragó a hondureños, salvadoreños y guatemaltecos; la masacre de San Fernando, Tamaulipas; los polleros procedentes de Quetzaltenango, en Guatemala, o San Pedro Sula, Honduras.
En 2011, con Felipe Calderón agotando su mandato en México, el INM arrestó a 66 mil 583 extranjeros en situación irregular. Nueve años después, en el primer ejercicio con Andrés Manuel López Obrador al frente del ejecutivo, 186 mil 750 personas fueron encerradas en estaciones migratorias. En ambos casos, la gran mayoría eran personas procedentes de Honduras, Guatemala y El Salvador.
Alejados de la ruta centroamericana, la migración transcontinental es un flujo poco conocido.
Como explica la tesis doctoral de Jaime Horacio, un investigador de Chiapas con amplia experiencia en el estudio de los flujos migratorios procedentes de África (y también de Asia) las personas procedentes de otros continentes tienen una especie de ventaja en su relación con las autoridades migratorias: o bien no tienen representación diplomática en México o bien sus gobiernos no los reconocen, por lo que no pueden ser deportados. Además, el costo de devolverlos es demasiado alto. Fuentes del INM que hablaron bajo condición de anonimato calculan que por cada africano o asiático deportado el gobierno de México gastaría unos 250 mil pesos (10 mil dólares). Así que mejor no gastar.
En 2019, solo 10 ciudadanos procedentes de África fueron devueltos. Eran de Costa de Marfil, Egipto, Lesoto, Marruecos, Nigeria y Togo.
Nada que ver con los 59 mil 427 centroamericanos deportados en 2011 o los 120 mil 549 de 2019, en su mayoría nacidos en Guatemala, Honduras y El Salvador.
Por suerte para Angelina, ella era de esa población que México considera casi siempre demasiado caro deportar.
Su objetivo es claro: “Solo busco un lugar en el que recuperar la paz”.
La orden que los atrapó
Jean Pierre Ilunga salió de la estación migratoria a la 1 de la madrugada del 11 de agosto de 2019.
En mitad de la noche, con su mujer y su hijo de cuatro años, Ilunga se dio cuenta de que no sabía dónde estaba ni a dónde podía acudir.
A sus espaldas dejaba un viaje largo y penoso que comenzó cuando mataron a sus padres, Ndumbi Donatien y Marie Jeanne, en la provincia de Kasaï, en el centro de la República del Congo. El padre había sido activista de Kamuina Nsapu, una organización armada que se levantó contra el gobierno en 2016. Dos años después, según dice su hijo, consideraba que era necesario dejar de matar y terminó asesinado por los integrantes del grupo al que había apoyado.
“Cuando les amenazaron, les dijeron que matarían a toda su familia. Así que solo sé que se los llevaron y los asesinaron, pero no busqué imágenes ni saber dónde estaban los cuerpos”, dice.
Como testimonio de su éxodo, el joven tiene varias fotografías.
En la primera aparece él junto a su esposa en una fiesta. A los dos se les ve sanos, incluso rollizos y elegantemente vestidos. Es de algún momento de 2018. Poco que ver con las sombras famélicas en las que se han convertido.
El resto también son de 2018 pero en ellas aparecen cadáveres. Son los restos ensangrentados de sus hermanos y la prueba de lo que le hubiese ocurrido a él si un amigo comerciante no le hubiese ayudado a falsificar unos documentos para poder viajar. “Son mis hermanos, mi familia directa, mi sangre”, explica Jean Pierre.
Estamos a finales de agosto en Tapachula, Chiapas. Frente a la estación migratoria Siglo XXI está el campamento de refugiados. Jean Pierre Ilunga es uno de ellos. Todos ellos son negros. Hay cameruneses, angoleños, congoleses. No es la imagen habitual. Aquí lo que se procesa son centroamericanos. Por eso está en el sur de México, porque es más fácil y barato atraparlos nada más pongan un pie en el país, los expulsan rápidamente a Guatemala, Honduras o El Salvador.
Los africanos, así se les llama, como si fuesen un solo país, son una anomalía. Nadie sabe qué hacer con ellos y ellos no saben qué hacen aquí.
Jean Pierre está sentado bajo la sombra de uno de los decadentes árboles que intentan humanizar el exterior de Siglo XXI. La gente aquí desconfía de todo el mundo. Después de hacer un trayecto de miles de kilómetros y jugarse la vida a lo largo de una decena de países, están atrapados en Tapachula, un municipio de cerca de 350 mil habitantes que ni siquiera conocían antes de que se convirtiese en su cárcel al aire libre.
Tapachula está marcado por la migración. La ciudad está rodeada por retenes, así que ejerce como primer filtro para los que están de camino. Dentro de su límite municipal se encuentra Siglo XXI, el lugar en el que más extranjeros se encierran y se expulsan; la capital mexicana de la deportación.
Aquí, en su plaza central, en medio de un tremendo aguacero, pasó su primera noche la caravana migrante que simbolizó el éxodo centroamericano en octubre de 2018. Unas calles más al oeste se encuentra la oficina de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), un local siempre desbordado en el que los que caminan con un punto de mira en su espalda tratan de buscar la protección del Estado. En la otra dirección, en las callejuelas ruidosas y estrechas del centro, aparecen los locales que te trasladan a miles de kilómetros.
Está el restaurante de “Mamá África”, una guatemalteca, quien al igual que las otras ‘Mamá Africa’ descritas en esta investigación colaborativa Migrantes de Otro Mundo, es referente de todos por sus platos tradicionales del continente africano y su pared llena de mensajes para los viajeros que dejan sus recomendaciones a los que vienen. Está el hotel Palafox, una fonda barata a la que llegan todos los días migrantes procedentes de India y Bangladesh. Hay una extraña relación entre las comunidades y cada una tiene su propia ruta. Compartieron tránsito en el Darién, pero una vez llegados aquí, cada uno se junta con los suyos.
Jean Pierre no tenía dinero para un hotel y por eso fue de los primeros en montar su carpa. Tras ser despachados de Siglo XXI trataron de alquilar una habitación, pero los pocos fondos que les quedaban se le escapaban de las manos. Había gastado más de 5 mil dólares y todavía le quedaban más de 2 mil kilómetros a la frontera. Así que recurrió al campamento.
El centro de detención está en un páramo y a su alrededor solo hay un par de abarrotes instalados en rústicas cabañas de madera donde venden todo lo que no sea sano y se cocina pollo, arroz y plátano frito para cuando alguno de los forasteros logra recibir una remesa y convidar a sus compañeros de viaje. En pocos días, en el exterior del centro de detención habrá una precaria Babel en miniatura. No hay servicios, por lo que la gente se ve obligada a hacer sus necesidades en los sembradíos cercanos o pedir prestados los urinarios de las escasas viviendas de los alrededores. No hay agua corriente, por lo que los migrantes deben lavarse en la orilla de un riachuelo ubicado a cerca de un kilómetro. No hay servicio de limpieza, por lo que los desperdicios se desparraman por los alrededores.
No hay nada, absolutamente nada, más allá de algún policía, funcionarios de migración y los autobuses que van y vienen con futuros-nuevos-deportados.
No es el caso de Jean Pierre y su familia. Al contrario que los centroamericanos, que huyen como alma que lleva el diablo cuando ven la camisa blanca de los agentes del INM, ellos se entregaron voluntariamente. Esta era la única manera de obtener un documento con el que poder seguir su camino. Lo habían hecho otros antes que ellos. No debía existir ningún problema. Pero México cambió las reglas y les pilló a contrapié.
Hasta julio de 2019 el tránsito a través de México se movía en un vacío de poder. Los migrantes llegaban al sur a través del río Suchiate procedentes de Guatemala, un lugar acostumbrado al tránsito sin aduana. Del lado guatemalteco, Tecún Umán. Del lado mexicano, Ciudad Hidalgo. De sur a norte, migrantes indocumentados. De norte a sur, productos que no pagan impuestos.
Entre Ciudad Hidalgo y Tapachula, ya en Chiapas, hay 42 kilómetros y uno o dos retenes, dependiendo de cuánto las autoridades quieran presionar. Habitualmente, los migrantes con riesgo de ser deportados y que no viajan con la protección de un grupo criminal, toman las combis (pequeños autobuses de línea) y se bajan 500 metros antes del retén. Lo rodean a través de los sembradíos cercanos y regresan a la carretera, para subirse a otro autobús y repetir la operación en el próximo control. Ahí, en esos recorridos a pie, son vulnerables. Ahí los asaltan, los violan, los secuestran, les quitan todo su dinero.
Cuando Jean Pierre Ilunga cruzó el río, solo tuvo que buscar a unos policías para que le condujesen a la estación migratoria. Hay otros testimonios que hablan de una red de funcionarios corruptos que cobraban 100 dólares por cada migrante entregado. Si no pagabas, no te encerraban. Y si no te encerraban, no podías acceder al documento que te permitía transitar por el país.
Pasar por el interior de Siglo XXI era un trámite. Una vez liberado, el migrante recibía un documento conocido como “oficio de salida”. Este papel ofrecía dos opciones: acudir a las oficinas del INM para regularizarse o un plazo de 20 días para abandonar el país. Este tiempo era suficiente para cruzar México y dirigirse a la frontera con Estados Unidos utilizando el documento con permiso de tránsito. Por eso se le conocía como “salvoconducto”, aunque en realidad, el gobierno jamás dio ningún permiso ni existe esta fórmula en la ley.
El problema para Jean Pierre y los cientos que venían detrás suya fue un cambio en la aplicación de la norma. A los ciudadanos procedentes de países de África también les afectó el giro de 180 grados del presidente Andrés Manuel López Obrador, que llegó al gobierno prometiendo políticas “humanas” para quienes trataban de cruzar México con destino a Estados Unidos pero que terminó plegándose a las políticas antimigratorias de su homólogo Donald Trump.
El 7 de junio de 2019, el canciller Marcelo Ebrard viajó a Washington para negociar con la administración estadounidense después de varias amenazas lanzadas por Estados Unidos. Allí firmó un acuerdo por el que se comprometió a reducir el flujo migratorio a cambio de que Estados Unidos no impusiese aranceles a las exportaciones mexicanas. México entonces desplegó a miles de integrantes de la Guardia Nacional en la frontera sur y aceptó que los solicitantes de asilo en Estados Unidos aguardasen en México su cita con el juez. Esto, en principio, no debería afectar a los migrantes transcontinentales, que tenían su propia ruta. Pero sí lo hizo.
El 10 de julio de 2019, un oficio firmado por Ana Laura Martínez de Lara, que en aquel momento ejercía como directora general de Control y Verificación Migratoria, cambió las reglas del juego. Fue enviado a los titulares de las oficinas de representación del INM y les instruía sobre cómo gestionar las salidas de las estaciones migratorias.
En la instrucción se recuerda que los oficios de salida “no otorgan condición de estancia”. “Con dicho documento las personas extranjeras no pueden transitar libremente por territorio nacional”, dice.
Y ofrece dos alternativas al salir de la estación migratoria: regularizar su situación o abandonar el país. Sin embargo, añade que la salida deberá ser “a través de un lugar destinado al tránsito de personas en la frontera sur más cercano al lugar donde se expidió el documento”.
Adjunto a aquella orden se anexaba un formato de Oficio de Salida en el que se incluían las novedades.
Con esta orden, el INM instaba a gente como Jean Pierre, con miles de kilómetros a sus espaldas, a regresar a Guatemala. ¿Qué iba a hacer un comerciante de Kasaï, su mujer y su hijo, que ni siquiera hablaban español, atrapados en un país como Guatemala, donde seis de cada diez ciudadanos son pobres?
El oficio apoya su modificación en la fracción IX del artículo 240 del Reglamento de la Ley de Migración mexicana.
El problema es que esta norma no dice lo que la funcionaria dejó por escrito.
Lo que dice es que “en caso de que la persona extranjera no presente el trámite correspondiente en el periodo que le fue señalado, deberá abandonar territorio nacional dentro de dicho periodo”. Es decir, que no hay referencia alguna a un lugar específico por el que deben salir del país. Solo les advierte que si no regularizan su situación tienen 20 días para marcharse.
Eso es exactamente lo que buscan. Dejar México por la frontera norte. Impedirlo era el compromiso que los enviados de López Obrador habían adquirido con Trump. Las trabas administrativas hacían aquí el papel del bloque de hormigón del muro.
Jean Pierre Ilunga salió de la estación migratoria con un papel, pensando que tendría vía libre para seguir hacia Estados Unidos. Al día siguiente de poner un pie en la calle le dieron la mala noticia. Los primeros que fueron liberados desde que Martínez de Lara envió aquel oficio habían comprobado que el documento “no era bueno”. Habían tratado de salir de Tapachula y, en el primer retén, les dieron la vuelta. De repente, todo su mundo se había venido abajo. Ellos hacían el tránsito conociendo los pasos que dar a cada momento y ahora, a 2 mil kilómetros de la frontera, no sabían qué hacer.
La primera reacción fue de incredulidad. Así que empezaron a protestar. Y se quejaron de que habían firmado documentos sin que nadie les tradujese qué estaban firmando. Y se rebelaron cuando se dieron cuenta de que en esos papeles hablaban de ellos como “apátridas”. Ya no eran congoleses, cameruneses o etíopes.
Ahora se habían convertido en “apátridas”, gente sin nacionalidad a pesar de tener su pasaporte encima.
Ni Jean Pierre ni Angelina ni el resto comprendían que ser considerados “apátridas” era podrían utilizar en su beneficio porque significaba que no había país al que pudieran devolverles. En ese momento se sentían estafados y que les arrebatasen la nacionalidad lo consideraron una más de las afrentas de las autoridades mexicanas. Y eran muchas. Aquellos días, bajo un calor sofocante seguido por torrenciales lluvias vespertinas, comenzaron los relatos sobre tratos humillantes al interior de Siglo XXI y testimonios sobre robos perpetrados por agentes municipales en los alrededores del centro de detención.
Una de las primeras palabras en español que todo migrante aprende en Tapachula es “fila”. Es una rutina tediosa. Fila para entrar en Siglo XXI. Fila para recibir la comida. Para pedir un documento. La paciencia de estos hombres y mujeres exhaustos se estaba agotando. Sentían que estaban jugando con su dignidad. Y eso era lo último.
Por eso la segunda reacción fue de enfado. El 26 de agosto, con el campamento todavía incipiente, decenas de migrantes africanos bloquearon los accesos de Siglo XXI. Gritaban “mafia” a los funcionarios y denunciaban haber sido estafados. Acompañaban su cánticos con tmabores hechos de garrafas de agua o cubos de plástico y clamaban contra el trato despectivo y racista con que les recibían los funcionarios. Aquel día, los migrantes serían golpeados en el exterior del centro de detención.
“Que López Obrador venga a ver la condición de los migrantes”, niño desde Tapachula
La imagen de un policía imitando los gestos de un mono mientras decenas de hombres negros clamaban “no violencia” antes de ser golpeados representa el choque de dos mundos y una lógica muy perversa: uniformados mexicanos con salarios bajísimos, posiblemente receptores de remesas procedentes de Estados Unidos, eran la primera línea de Washington para impedir que familias que huyen de la guerra y las matanzas puedan alcanzar las fronteras.
Ni los intentos de diálogo ni las protestas tuvieron efecto. El gobierno había cambiado la norma y ni siquiera había una ley a la que aferrarse. Así que, durante meses, Jean Pierre languideció durmiendo en una tienda de campaña, sin dinero, sin expectativas, con el terror a que aquel campamento temporal se volviera permanente. Hubo días que no tenían ni para pañales. Tampoco podía trabajar. ¿Quién iba a contratar a un tipo a quien ni siquiera podía dar órdenes ya que no hablaba el idioma? Algunos, los menos, obtuvieron un empleo irregular en construcción. Pero siempre hay quien se aprovecha de la miseria ajena. Varios cameruneses denunciaron que, cuando había transcurrido la quincena, el patrón les dijo que necesitaba sus papeles para pagarles. Así que nunca les dio un peso.
Para septiembre el tiempo se había detenido en un campamento que era salvamento y amenaza. Lo saben refugiados de todo el mundo. Lo que antes era temporal puede convertirse en crónico y de tiendas de campaña aún más improvisadas que estas han terminado surgiendo ciudades robustas e inamovibles de las que el mundo solo recuerda que siempre estuvieron allí.
“No sé qué van a hacer con nosotros. ¿Qué quiere el presidente? ¿Por qué no nos dejan seguir con nuestro camino?”, se quejaba amargamente Jean Pierre cuando hablábamos por WhatsApp.
La situación se enquistó. El campamento de los africanos comenzó a ser parte del paisaje en el exterior de Siglo XXI. Los celulares se cargaban en las tienditas ubicadas en cabañas de los alrededores. Había partidos de fútbol cuando caía la noche y oraciones del pequeño grupo de musulmanes originarios de Mozambique.
También imágenes que rompían el corazón, con niños como Philippe, de un año, achicharrado bajo una lona mientras echaba la siesta a 40 grados a la sombra.